APARICIO, ABEL
En los tablones de ofertas de empleo no suele aparecer el oficio de poeta. Ni hay tampoco oposiciones a poeta, aunque convendría tener alguno para revisar la prosa fría y enrevesada como una lombriz de los boletines oficiales. Es por esto por lo que los poetas, como la mayoría de los escritores, suelen tener algún otro oficio. Y a veces esos oficios llegan a impregnar, de formas incluso insólitas, los propios poemas. Así ocurre en este poemario de Abel Aparicio, poeta-cartero.
Agota Kristof cuenta en La analfabeta cómo su trabajo en una fábrica de relojes la ayudó con su poesía: «Para escribir poemas, la fábrica está muy bien. El trabajo es monótono, se puede pensar en otras cosas y las máquinas tienen un ritmo regular que ayuda a contar los versos». Es más conocido el otro oficio del poeta Miguel Hernández: pastor. Un trabajo que le puso en contacto con la realidad del campo y le llevó a un apego a la tierra que siempre estuvo en su escritura.
Miguel Hernández dedicó también un poema a las cartas, que tanta importancia tienen en las páginas de este libro. Lo titula así, Carta, y en él hay unos versos muy hermosos que dicen: «Oigo un latido de cartas / navegando hacia su centro». Ese latido de cartas que navegan es sin duda el sonido propio de una cartería. El rumor de los sobres que van y vienen y que son sellados, clasificados, enviados. Es por eso por lo que Abel Aparicio no solo trabaja con las palabras sobre el papel, sino que las lleva adonde están destinadas. Tiene encomendado el vuelo de ese «palomar de las cartas» del que escribía Miguel Hernández, que se lanzan «de sangre a sangre / y de deseo a deseo».
Es cierto que casi nadie escribe ya cartas de amor, esas cartas de deseo a deseo, ni apenas cartas de sangre a sangre. ¡Pero cuántas se escribieron! Yo, que tuve un amor de verano que se convirtió en definitivo, pasé años escribiendo esas cartas, que todavía conservo. Ahora todos nos comunicamos con los teléfonos móviles, y no hay que lamentarse por ello porque poder escuchar y hasta ver a las personas queridas que están lejos es una tecnología buena para el corazón.
Si Mercurio, mensajero de los dioses, era el de los pies alados, los mensajeros de los humanos tienen desde hace mucho los pies «rodados»: carritos, motos, furgonetas. Una de estas es la que conduce nuestro cartero-poeta o poeta-cartero, tanto da, y con ella sube puertos de montaña y conoce amaneceres que se rompen contra los tapiales. «Carterín, ¿hoy me traes algo?», le pregunta con ilusión una mujer mayor que se queja de que últimamente no le llega nada. Ella vivió, sin duda, esos tiempos en los que las cartas traían noticias de vida y de muerte, en los que las cartas eran un milagro que cruzaba continentes.
Y es que el cartero-poeta es, además, un cartero rural, uno que recorre pueblos que se desvanecen y deja constancia de las puertas cerradas de las casas. Lo hace con un lenguaje claro y plegado a la vida como el sobre de una carta. Aparecen en sus poemas ancianos con azada, tractores que voltean la tierra para oxigenarla, corzos de ojos turbados, fruta en canastos, ríos y mares de nubes, nieve.
Hay una mirada sobre el paisaje y sus habitantes, y sobre el propio oficio de cartero. En plena vorágine de las elecciones nacionales del verano de 2023, el cartero-poeta se revuelve contra las declaraciones de un político que arrojó dudas sobre el reparto del voto por correo. En esas semanas preelectorales, en una red social, el poeta-cartero contaba cómo, repartiendo la documentación para este voto por correo en dos pueblos de la Cepeda, en León, había ido a buscar a sus destinatarios a la pista de petanca y al huerto. «Digo esto para que defendamos el servicio postal público como algo nuestro», señalaba. Por eso entre los poemas hay tres titulados Campaña efímera y en ellos Abel Aparicio defiende «la voz callada / de los mensajeros». Ese fue el origen de la escritura de este libro, ahí empezaron a crecerle los versos.